Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en que las cosas llegaban a viejas. Eran tiempos felices para los chismes: todo parecía durar más, un aparato averiado jamás se daba por perdido, y poder decir “esto todavía sirve” no sabía a prórroga, sino a triunfo. Los vaqueros no venían rotos de la tienda, y si se rompían, se le ponían unas rodilleras, y a correr. Esta época en color sepia parece perderse en la noche de los tiempos. Pero no está tan lejana. O eso nos gusta pensar. Algunos lo llamamos infancia.

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A esta no había que actualizarle el sistema operativo.

En ese paraíso terrenal podías ir por la calle y tropezarte con un señor tumbado en la acera trasteando los frenos del R5 familiar. Porque saber arreglar el coche era algo tan cotidiano como la paella de los domingos. Todo el mundo se atrevía. También los parroquianos que opinaban (¡gratis, gratis!) desde lo alto mientras el mecánico aficionado sudaba la gota gorda. Hoy todo es diferente. Si se te avería el coche, como mucho abres el capó rezando a todos los santos para que no sea de la junta de culata. Como si supieras qué es eso.

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Esto es lo más cerca que has estado de arreglar un coche.

Hoy cualquier cosa que huela a mecánica o a electrónica nos suena a “condensador de fluzo”, y nos da una mezcla de pereza, espanto y risa floja. Claro que antes era todo mucho más fácil. ¿Se salía el café de la cafetera? La goma, seguro. Una ferretería, cinco minutos de charla insustancial y unas pesetillas después, cafetera arreglada. Si se te joroba la de capsulitas ya te puedes encomendar a san George Clooney, porque va a tocar café con pasta. Por eso, cuando algo se estropea o deja de funcionar, hay dos reacciones posibles:

1. Dejarse llevar por el pánico y huir despavoridos hacia la tienda más cercana para reemplazar el chisme por uno nuevo cuanto antes. Si no hemos cobrado, puede que nos planteemos la opción 2.

2. Llamar a nuestra madre, nuestro cuñado, nuestro compañero de trabajo para que nos recomiende un técnico “de confianza”. Esta reacción suele acarrear una tercera: sufrir un ataque de ansiedad al conocer el precio de la reparación, dejarse llevar por el pánico y volver resignados al punto 1.

Si estamos hablando de un smart phone, el concepto “avería” se vuelve elástico como un chicle Boomer. Basta con que se le arañe la pantalla o con que salga un modelo supuestamente más rápido, más completo, más imprescindible, para que empiecen a entrarnos picores por el cuerpo.

Es normal que miremos ese tiempo con cierta nostalgia. El mundo estaba plagado de superhéroes. Un padre cualquiera traía de serie la capacidad para remendar, enmendar y reparar todo lo que te cargases. Las madres podían atascarse explicando las fracciones, pero eran verdaderas expertas en matemáticas y hacían maravillas con los números en la contabilidad familiar. Sus habilidades no conocían límites: lo mismo montaban un almuerzo para cinco con las sobras de la cena y dos patatas, que te vendían lo que ibas a molar con la ropa heredada de tu hermano el mayor. Imagínate la que habría podido liar de haber tenido una Thermomix en aquel tiempo. Si en aquella época hubieras hablado a tus padres de la “obsolescencia programada” les habría sonado a palabrota o a idioma extranjero. Cómo lo iban a entender, si los tuppers que compraron para el ajuar aún hacen excursiones a tu casa, rellenos de potaje, de cuando en cuando. En esos tiempos, uno no se casaba con su pareja, se casaba con la casa entera y con todo su contenido. Para toda la vida.

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Miles de hectolitros de zumo a sus espaldas y ahí está, tan campante.

Con el tiempo, los objetos se hacían con un sitio en la familia. Era habitual que pasaran de generación en generación. Y cuando por fin cascaban y ya no había nada que hacer, existía el efecto trasplante. Las cajas de lata de galletas eran un costurero estupendo. El ojo de cristal de la puerta de la lavadora podía ser rescatada in extremis y transformarse en un lebrillo donde poner a subir la masa de las rosquillas. Y cuando los vestidos de las niñas se habían quedado pequeños, voilà, se agarraba la máquina de coser y se transformaban en uno nuevo para la mayor. Imagínate intentando acortar el bajo de un pantalón vaquero y dime si eso no es magia negra.

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Venga, que este otoño se lleva mucho enseñar tobillo.

También existía una extraña jerarquía de objetos según su edad, en el que hasta el más anciano tenía su sitio. Si se jubilaba una escoba de casa, servía para barrer la azotea. Cuando no podía cumplir más su misión en la azotea, se le asignaba un nuevo destino dando un flete de cuando en cuando a la acera de delante del portal. Ahora a esto de aprovechar lo viejo para hacer cosas nuevas lo llamamos DIY, y la típica quincalla llena de cachivaches es ahora una tienda muy mona en Internet. Incomprensible. De todos modos, si fueras a la ferretería y pidieras “el coso ese como así de grande que sirve para poner cosas” tampoco te iban a entender. Suponiendo que supieras dónde queda la ferretería.

Visto así se entiende mejor eso de que tu madre se piense y se repiense cada prenda que se compra. Tiene toda la lógica: el concepto “temporada” se extiende a varios lustros. Si deslizas en la conversación de la cena la sugerencia de que cambie ya ese viejo bolso, es posible que te mire fijamente y te conteste con el ya célebre “de mis manos frías y muertas”. Quizá no haya que llegar tan lejos, pero en plena cultura del zapping no estaría mal que le diéramos una segunda oportunidad al microondas antes de llevarlo al punto limpio. Y tampoco pasa nada si no cambiamos de móvil cada año. Lo de comerse los plátanos blandurrios porque “lo negro está bueno” tampoco es obligatorio. Ya picaste muchas veces en ese viejo truco, y recuerda, por mucho que te haya enseñado, no tienes por qué ser como tu madre.